martes, 14 de febrero de 2012

Paz.

Recuerdo que no podía parar de llorar. La respiración era incontrolable, los temblores, la desesperación. La necesidad de encontrar alguna droga o luz que me sacase de esa miseria en la que me encontraba hundida.
Y como siempre llegaste tú. En el peor momento, mi ángel de la guarda.


Al principio, pese a tus palabras no podía expresarte todo lo que me rompía por dentro. Pero el simple timbre de tu voz ya rescató mis pensamientos de un mundo lleno de negatividad y los condujo a la esperanza. Así eres tú. Tu presencia es sinónimo de buen humor, será que por eso, lo tengo asociado y el hecho de solamente oírte me calma.


Dejaste que contase mi historia. Había sido un encontronazo horrible. Mientras te relataba los hechos iba auto contestándome en lo que podía estar a favor o a mi contra, analizando qué cosas podía haber hecho mal para merecerlo y por otro lado qué cosas había hecho bien para desmerecerlo.


Ni quisiste oírlo. No te importaba. Me conocías, sabías quién era yo. Conocías mis defectos y virtudes al dedillo y pese a todo me aceptabas. Me pediste que no justificase nada, que contigo no hacía falta. Que todo lo que me había pasado ya era parte del pasado, sin darme cuenta ya no existía, sólo era un mal recuerdo.


Y que ahora teníamos que idear un gran plan de supervivencia positivo. Que al fin y al cabo, eso era lo único que importaba. Poco a poco dejé de llorar, gastaste un par de bromas. Hasta acabé riendo.


Conseguiste ahuyentar todas las malas sensaciones psíquicas y físicas (toda la discusión me había provocado un terrible dolor de cabeza) y poco a poco... entre las risas y las lágrimas viejas aún un poco estancadas en las curvas de mis mejillas me empezó a inundar la sensación que siento al oír tu voz, al quedarme dormida a tu lado viendo la película de turno. Película que jamás veo.


Me inundó esa sensación tan necesaria para el alma llamada Paz. Y sólo tú, mi ángel eres capaz de dármela.